Herbert Von Karajan,
Director de Orquesta
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Extraído del libro Maestro Los grandes directores de
orquesta,
de Helena Matheopoulos (Robinbook Ediciones, Barcelona 2007)
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H.M.: Saber exactamente dónde se encuentra la
resistencia en cada obra explica por qué interfiere tan poco en el curso
de la música, y sólo en esos lugares. Usted dijo una vez que esos
lugares eran los mismos en las orquestas de todo el mundo, fueran buenas
o malas.
H.v. K.: ¡Siempre! Normalmente hay lugares en los que se produce
una especie de cambio o transición. Como un crescendo, por ejemplo.
Ahora estoy en contra de marcar un crescendo; no tiene nada que ver
conmigo. La orquesta debe saber que llega un crescendo, y dónde se
encuentra ella dentro de ese crescendo. Pero, como ve, a veces esto
tiene mucho de conjetura, porque en ningún crescendo está escrito que
comience aquí con tantos decibelios y que en tres compases pase a tantos
decibelios. Así que se puede tocar un crescendo de muchas formas
diferentes y ser, digámoslo así, fiel a los deseos del compositor al
hacer un crescendo. Pero, ¿qué es un forte y qué es un piano? Nadie
puede decírtelo mediante las indicaciones de dinámica. Hay crescendi que
comienzan muy lentamente y suben justo al final, mientras que otros
comienzan más deprisa y se compensan más tarde. Luego están los
crescendi que llegan bien al final, donde la orquesta cree que se ajusta
a la fuerza que tú imprimes. Pero las orquestas de todo el mundo siempre
empezarán demasiado pronto y con toda su fuerza, con lo que han llegado
al clímax quizá ocho compases antes del clímax de verdad. Siempre les
digo que el final debe ser el punto más intenso de cualquier crescendo.
Otros lugares problemáticos son aquéllos en los que cambia el tempo.
Pongamos que hay que comenzar algo lentamente y llevarlo a otro tempo.
Hay piezas en las que se tarda mucho en hacerlo.
En el primer movimiento de la Quinta de Sibelius, por ejemplo, hay un
lugar en el que estás casi en un Adagio y de repente llega un
accelerando que va directo hasta el final del movimiento y tarda unos
seis minutos. El arte del asunto reside en el hecho de que no hay ni un
compás más lento, o que tenga el mismo tempo que el último. Siempre
tiene que ser más rápido, pero para conseguir esto hay que tener un
enorme sentido de la economía. No es posible hacerlo bien a la primera,
porque la orquesta siempre tratará de disminuir la velocidad en los
pasajes más difíciles. Sólo se consigue tocando la obra muchas veces,
porque no puedes decir cuándo debería ser éste u otro compás.
Otro ejemplo de esto que digo es Bartók, que en algunas de sus obras
escribió que había que tardar dieciséis segundos en llegar a la letra A
a la letra B, doce segundos de B a C, y así sucesivamente, de modo que
absolutamente todo pudiera medirse con un metrónomo. Pero una vez llegué
a tocar una obra de Bartók para mis alumnos de cinco maneras distintas.
Allí estaba yo, en cada una de las fases, pero el modo en que llegaba de
A a B era diferente. Primero me entretuve más tiempo en la fase previa y
aceleré más; luego comencé más rápidamente y equilibré. Y así
sucesivamente. Pero (y ahí es adonde quiero llegar) no hay pruebas de
que lo estés haciendo bien. Sólo una amplia experiencia con una obra
determinada puede darte una idea de lo que es demasiado rápido o poco
rápido.
Y esto puede llevar años. Ya ve, sigue habiendo misterios en la
literatura clásica y romántica que a veces se nos revelan súbitamente,
como un relámpago. Sabes de inmediato lo que está bien, y, claro, te
sientes muy feliz. Pero esto sólo ocurre con obras que conoces muy, muy
bien, y que has interpretado muchas, muchísimas veces.
Entonces tomas conciencia de la profundidad de estas composiciones, y de
que es imposible llegar hasta el fondo de su mensaje. Esto es lo
fascinante: cuanto más te adentras en ellas, más te das cuenta de lo
mucho que queda por hacer.
H.M.: ¿Es ésta la razón por la que dedica tanto tiempo a estudiar
y preparar las obras, mucho más de lo que soñaría la mayoría de sus
colegas, incluso a las piezas más complejas? Un director me dijo que
iban a estudiarse todo Die Meistersinger durante las vacaciones, ¡en
un mes! Pero usted emplea dieciocho veces, y dos años en cada una de las
sinfonías de Mahler.
H.v.K.: ¡Sí, y no es que no me las supiera! En la Viena posterior
a la I Guerra Mundial, en la que yo estudié, prácticamente nos
alimentábamos de Mahler, que, en buena medida, formaba parte del
repertorio gracias a Bruno Walter. Y todos creían que por tocar a Mahler
tendrían a los críticos de su parte. Pero imagínese a esas orquestas de
posguerra, que habían sufrido tantos cambios por razones políticas,
jubilaciones, etc., tan nuevas que la mayoría de sus miembros jamás
habían tocado Mahler. Y de repente se organizó un Festival Mahler. Todas
sus sinfonías se tocaban bajo la batuta de directores diferentes que
habían ensayado dos o tres veces. ¡Qué absurdo! ¡Se peleaban con las
notas! Como los músicos que iban a tocar por primera vez la Novena de
Beethoven en una residencia aristocrática (el Palais Lobkwitz, creo), y
que se reunieron aquella misma mañana, a las diez, con el nuevo
material. No me diga que esos músicos pudieron haber tocado esa obra sin
fallos después de seis o siete horas de ensayo. Debió den haber cientos
de errores.
Yo personalmente no me atrevería a interpretar esta sinfonía con menos
de cuatro ensayos completos, ni siquiera con esta orquesta, que la ha
tocado setenta veces y la ha grabado tres. De lo contrario, ni siquiera
tendría la oportunidad de conseguir resultado artístico alguno. Sería
imposible.
Así que cuando la gente me preguntaba una y otra vez durante tantos años
que por qué no hacía Mahler, yo contestaba que haría Mahler sólo cuando
me sintiera preparado para ello, y dejara pasar la fiebre de Mahler.
Porque la música de Mahler está llena de peligros y trampas, y una de
ellas, en la que muchos caen, es conferirle una excesiva sensualidad,
hasta que acaba convirtiéndose en algo....kitsch.
H.M.: ¿O vulgar?
H. v. K.: Sí. Y puesto que ha mencionado la palabra vulgar,
debería decirle que, como parte de mi evolución, siempre traté de
comprender la razón por la que determinada música a veces puede llegar a
ser vulgar. Y será casi siempre por sostener la nota demasiado tiempo, o
demasiado poco, o por dejarla irse a saltos. En cualquier caso, siempre
tiene que ver con algo con algo que pueda cambiarse, y esto ha sido
siempre una obsesión mía, que se remonta a la primera vez que escuché a
Toscanini dirigir Lucia di Lammermoor, cuando vino a Viena con la Scala.
Yo era todavía estudiante, y todos sabíamos que iba a venir, así que nos
preparamos para el acontecimiento y conseguimos la obra, la tocamos al
piano, discutimos sobre ella y demás. Y después de todo ello,
coincidimos en que no entendíamos por qué se molestaba en dirigir una
obra tan superficial como aquella. Pero a los dos minutos de que
Toscanini comenzara a dirigir la obertura, nos dimos cuenta de que
estábamos equivocados. Se trataba sin duda de la misma obra que habíamos
estudiado, pero él la tocaba con la misma devoción y meticulosidad que
le habría dispensado a Parsifal. Y esto cambió por completo mi actitud:
no hay música vulgar; es la forma de tocarla la que la hace vulgar.
Ocurre lo mismo con todo lo relacionado con el mundo de la estética,
incluido el modo en que se viste la mujer: un poco más de la cuenta de
esto o lo otro, ¡y el efecto es terrible!
Desde entonces me propuse interpretar y grabar operetas u otras obras
que, como la barcarola de Les contes de Hoffmann (que grabamos hace poco
y que me ha satisfecho sobremanera, pero sólo ahora, después de muchos
años) ha sido terriblemente maltratada. Y, sin embargo, a mi me parece
uno de los momentos más trágicos de toda la ópera, porque lo que ocurre
es que, una noche, un hombre abandona el mundo de los vivos, paro las
aguas del canal siguen su curso como si nada hubiera ocurrido, y todo se
olvida. Para conseguir este sonido le dije a la orquesta: Éste es el
acompañamiento de flauta y arpa, que marcan el tempo. Ahora, traten de
ajustarse a ellos, pero al mismo tiempo traten de no hacerlo, de modo
que parezcan que no van juntos. Así que los músicos avanzaron con más
lentitud y de repente todo fluía con tal naturalidad, como un tigre que
avanzara por el asfalto recalentado por el sol arrastrando las patas.
Cuando más adelante yo mismo tuve que dirigir Lucia di Lammermoor, en
mitad de mi carrera, me di cuenta en el primer ensayo de que la orquesta
estaba impaciente y preocupada al mismo tiempo, y se preguntaba cuál
sería mi reacción. Creían que no iba a molestarme gran cosa, y que les
dejaría hacer a su antojo. Pero yo le había pedido prestada a un amigo
la segunda partitura original para utilizarla durante los ensayos. Así
que empezamos con la obertura, que comienza con los timbales acompañados
de los tambores, pero yo no oía los tambores. Les pregunté por qué, y me
respondieron que no había, y que, de todos modos, el maestro Toscanini
jamás lo había empleado. Yo dije: Un momento. Tengo aquí la partitura
original; compruébenlo ustedes mismos. A partir de ese momento todo
discurrió sin problemas y con las mínimas explicaciones, porque se
dieron cuenta de que yo me estaba tomando esta ópera en serio. He podido
conversar en numerosas ocasiones con personas que comprenden la
mentalidad italiana. Una de ellas, un amigo que trabaja en el Corriere
della Sera, me dijo que los italianos tienen un punto de vista
diferente. Piensa en la muerte de Edgardo -me dijo-. Los alemanes
habríais escrito una marcha fúnebre, naturalmente. Pero Donizetti
escribió simplemente: cade e muore, y en la música resuena un jubiloso
re mayor con trompetas y fanfarrias. Los italianos tenemos una idea de
la muerte completamente diferente.
Este amigo sabia de lo que hablaba, porque, entre otras cosas, dirigía
el suplemento dominical de su periódico, el Domenica della Corriere, que
publicaba esas fotos espantosas de hombres atropellados por trenes y
otras por el estilo que encantan a los italianos. En una ocasión fui
testigo de un accidente de tranvía, y días después la gente seguía
acudiendo al lugar del suceso, y gesticulaba y se recreaba en todos los
detalles. No sienten la tristeza en absoluto y eso se ve en su música.
Pero no son superficiales, y su música tampoco lo es si se toca como se
debe. Somos nosotros, los directores extranjeros, los que la
transformamos en algo trivial, tal vez llevados por una cierta actitud
de desprecio.
Pero, antes de nada, la formación musical de un italiano está muy
influida por el sonido de la banda de música dominical, con clarinetes
en vez de violines.
Ahora bien, cuando escuchas la obertura de Semiramide, que puede ser
fascinante, oyes un sonido determinado que concibe un italiano cuando
piensa en un movimiento rápido.
También Toscanini, que nunca tuvo la mínima dificultad con cosas como L
italiana in Algeri, por ejemplo. Toscanini sabía exactamente el sonido
que quería, pero nunca luchó tanto ni montó tantos números como con la
Novena de Beethoven. Siempre ocurría algo, y entonces lanzaba la
partitura al aire o tiraba el reloj al suelo y se marchaba. De hecho, un
día en la Filarmónica de Viena se hartó tanto de sus espantadas que
cerraron todas sus puertas con llave. Toscanini quiso volver a entrar,
pero no pudo. Cuando reflexionó sobre lo que había ocurrido, se fue
hacia una esquina, castigado como un chiquillo. Ahora en Austria tenemos
la Lotto, una lotería en la que apuestas por dos números, a la que los
austriacos son muy aficionados. La Filarmónica de Viena escogió las dos
cifras [números del compás] de la partitura en donde Toscanini había
desistido, apostó por ellas y ganó una suma considerable. Cuando
Toscanini se enteró les dio el doble de esa cantidad de su propio
bolsillo. Esto no lo sabe mucha gente, pero ¿a que es una historia
bonita?
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