FREDERIC CHOPIN,
el bicentenario de todos
por
José Pablo Feinman
(publicado en Diario Página 12, el 04/04/2010)
Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-143220-2010-04-04.html
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Wladislaw Szpilman fue
un pianista polaco. Pudo haberlo sido en muchos momentos de la historia.
Paderewski fue otro pianista polaco. Pero murió en 1941 y en Nueva York,
lejos de los nazis. Frédéric Chopin fue un pianista polaco y sufrió la
devastación de su país por las tropas zaristas, pero desde París en
tanto componía espléndidas polonesas, lejos también del peligro.
Szpilman es atrapado por los nazis y atraviesa crueles peripecias. Ahora
está escondido en una casa abandonada, derruida por las bombas, oscura,
llena de ratas; él es, apenas, una más. Ahí, sin embargo, hay un piano.
Vayamos al punto esencial: un oficial nacional socialista, que ama la
música, lo encuentra, lo alimenta, no le pregunta su nombre, sólo le
dice judío y cierta vez, luego de descubrir que es un pianista, se
sienta y le pide que toque algo para él. Szpilman obedece y empieza,
vacilante, con el Largo de la Balada N° 1 en sol menor de Chopin. Un
do anuncia el comienzo de la balada. Es una redonda
(N. de la R: una blanca) en clave de fa. La
indicación de la partitura dice: pesante. Se trata de uno de los
más inspirados comienzos de una partitura. El dibujo melódico se
extiende luego del anuncio del do. El dibujo lo asumen las dos manos.
Cada una toca una nota: mi bemol-la bemol-si bemol-do-la bemol otra
vez-mi bemol-si bemol -do-la bemol-mi bemol-si bemol-do hasta llegar al
último aliento de esa frase: fa-mi bemol-re-re. Este re que la
partitura exige tocar dos veces es el desmayo final, la cumbre del
éxtasis romántico. Veremos más adelante cómo abordan los grandes
pianistas este inicio. Szpilman, con muchas dudas, se ve muy nervioso,
pero cada vez se va afirmando, cada vez Chopin irrumpe en ese sótano
miserable y se instala entre esos dos hombres. Descarto toda discusión
acerca de si el film de Polanski embellece el Holocausto con esta
escena. Creo que el judío y el nazi se colocan al margen de la
historia. El nazi también es pianista. Un mediocre pianista que apenas
si arranca algo de ese instrumento, pero lo ama. Y ama a Chopin.
(N. de la R: tuvimos que corregir los nombres
de las primeras notas de la Balada, porque están en clave de fa,
pero el autor las escribió como si estuvieran en clave de sol.)
A lo largo de todos los años de su vida los hombres buscan a Dios. Poco
se preguntan por lo divino en lo humano. Dos notables pensadores judíos
lo hicieron. Martin Buber siempre habló de momentos en que la
comunicación humana iba más allá y creaba su propia trascendencia. Este
fenómeno se daba entre dos seres que compartían una experiencia de lo
absoluto. Creada, a menudo, por ellos mismos. Pienso en las páginas de
Yo y Tú. El yo-tú termina por realizarse fueran de las coordenadas del
espacio y del tiempo. El yo-tú existe en el tú Eterno, que es (y aquí
tal vez ya no siga tanto a Buber) el espacio de lo sagrado en lo humano.
Entre ese nazi y ese judío sucede algo que está, no más allá, sino
acá: una chispa de lo divino que penetra lo temporal. El nazi ya no es
el nazi, el judío no es el judío. Están unidos por una experiencia
religiosa sin Dios, sin trascendencia, que se da en el ámbito de lo
humano, han creado un espacio absoluto, se ha establecido entre ellos
una comunión sujeto-sujeto hecha posible por una música sublime. También
Walter Benjamin habla de momentos en los cuales el Mesías entra en la
historia por medio de hendijas. A esos momentos no asequibles a todos
ni asequibles fácilmente cada cual puede darle el nombre que quiera.
Creo que se trata de lo sagrado en el hombre, de lo divino sin dios, de
la trascendencia inmanente, del reconocimiento absoluto del Otro, de la
santidad de la existencia, de la espiritualidad absoluta, imposible de
ser profanada, eterna. Ese instante que comparten el judío y el nazi
por medio de la música de Chopin está fuera del tiempo, es eterno.
El pasaje que describí sirve para introducir el tema principal de la
Balada. Son, en principio, seis notas. Chopin señala el pasaje: moderato, dolce. Las notas son: do-re-fa sostenido-si bemol-la-sol.
Con esas seis notas, Chopin construye uno de los temas más hermosos (por
ponerle un adjetivo a algo que está más allá de todo, del lenguaje
incluso) de la historia de la música. En 1975, hastiado de la violencia
demencial que arrasaba con toda posibilidad política en mi país, me
recluí en mi casa. Luego de ir al trabajo, regresaba y no sabía qué
leer, qué libro preparar, no tenía siquiera algunas ideas para
garabatear un par de páginas. Entonces volví al piano. Me compré muchas
partituras. Sabía que jamás habría de tocarlas. Pero quería intentarlo
o, en su defecto, leerlas, estudiar su construcción. Terminé por
concentrarme en dos: la Sonata en si menor de Liszt y la Balada N° 1 de
Chopin. Estas dos obras marcaron hasta tal punto mi vida que bien podría
decir que haberlas escuchado y estudiado (dentro de mis limitadas
posibilidades) acaso sea suficiente para decir que valió la pena, que
esa vida tuvo un sentido, que en medio del ruido y la furia de ese
cuento que cuenta ese idiota y nada significa, existieron una sonata y
una balada (escritas por dos compositores del romanticismo) que me
abrieron la puerta inhallable de lo absoluto.
La Balada en sol menor de Chopin pertenece al campo de eso que se llama
música absoluta. (Música absoluta no tiene nada que ver aquí con ese
absoluto al que acabo de referirme.) La música llamada absoluta es la
que no remite más que a sí misma. No se inspira en nada. Ni en una
leyenda. Ni en un poema. Ni en un relato mítico. Cierta vez George
Steiner gusta contar este relato Schumann interpreta algunas de sus
Escenas Infantiles o un pasaje del Carnaval de Viena. Alguien del
reducido público le pregunta qué quiso decir con esa música, qué
significado tiene. Schumann lo observa un instante. Luego gira hacia el
piano y toca otra vez la misma pieza: eso significa. Las baladas de
Chopin son cuatro. Creo que la mejor es la primera y le sigue la cuarta.
Ninguna de las cuatro es menos que una obra maestra. La Balada en sol
menor fue compuesta en 1835. Chopin había compuesto ese año los
Nocturnos 7 y 8. Y los Valses 2, 9 y 11. Tenía 25 años. Habría de morir
a los 39. Como es previsible, conozco y atesoro muchas versiones de la
amada Balada en sol menor. Siempre conviene empezar por la de Vladimir
Horowitz, por la originalidad de su versión y por ser Horowitz. No vamos
aquí a poner en cuestión la gloria de Horowitz. Aunque hubo quienes lo
hicieron. Rubinstein decía: Toca el piano como si Chopin, Schumann o
Brahms sólo hubieran compuesto música para sus showy encores. (Para el
show de sus bises.) Más duro fue Vladimir Ashkenazy (un pianista
totalmente diferente de Horowitz): No es más que un high class
entertainer. Digamos: un showman para las clases altas. Bien, por
decirlo claro: la versión de Horowitz es mala. El la pesante y
prolongado de la apertura, Horowitz lo toca como si se tratara de un
golpe de timbal. Lo es. Ese timbal dice: Aquí está Horowitz. Luego
expone el tema de modo monótono y apenas audible. Esa es una partitura.
Porque Horowitz toca dos. Entra en el segundo gran tema y se entrega a
ese fenómeno que (algunos críticos, aceptándolo) llamaron su
orquestación pianística. Que meramente consistía en añadirles notas a
las partituras de los grandes compositores. Era un niño deslumbrado con
su técnica asombrosa. Nadie desarrolló sobre un teclado las velocidades
de Horowitz. Pero tocar el piano no es correr. Correr no es mi
problema, le dice Martha Argerich a un director de orquesta. Y en
seguida añade: Al contrario, tal vez sí sea mi problema. Y el
director, con mucho ingenio y osadía, le responde: Sí, Martha, a veces
me recordás a Stirling Moss (célebre corredor de autos británico). La
enorme diferencia entre Horowitz y Argerich radica en que Argerich
siempre encuentra el límite. Horowitz pierde conciencia de él. Así, el
segundo tema de la Balada lo desarrolla con calma, pero es el mismo
Chopin el que lo tironea al marcar la partitura crescendo, sempre
crescendo y molto crescendo. ¡Para qué! Vladimir llega al acorde que
culmina el crescendo y lo aborda haciéndolo explotar. Sin más, el acorde
estalla bajo sus dedos poderosos. Son cinco notas en la mano derecha y
una octava baja en la derecha. Esta ya no es la misma partitura. De modo
que la versión de Horowitz es esquizofrénica. Y más aún: el pasaje
presto con fuoco lo toca como si fuera un boogie boogie. Y las escalas
son todas un vértigo. (Era un genio con las octavas. De aquí que la
primera vez que tocó el N° 1 de Tchaicovsky, aun en Rusia, el director
bajó del podio para ver si era cierto que ese pianista podía tocar
octavas a esa velocidad. Podía, era Horowitz.) En el final, Chopin
utiliza su tema central como inicio de la coda. Hay, luego de esa
exposición, dos escalas ascendentes. Horowitz las aborda a una velocidad
que quita la respiración. Pero de música, nada. Y entonces viene el
final de la Opus 23. Si algún chopiniano quiere ofenderse o enojarse
para siempre conmigo, que lo haga. Pero ese final de octavas en las dos
manos, ascendentes y descendentes, no me gusta. Se parece demasiado al
inicio de la milonga La puñalada, que, por otra parte, es muy linda.
Siempre me devuelve al áspero mundo real. Hasta en Chopin existe el
error, me confieso aturdido y retorno a él (a ese Error esencial que es
hoy el mundo) con mayor sencillez. El mismo Chopin me condujo.
Hay otras versiones. Está la de Rubinstein, equilibrada, sólida. La de
Murray Perahia, recomendable. Pero, durante estos días, traída desde el
viejo pasado, la Deutsche Grammophon acaba de editar versiones de Martha
Argerich, joven. En enero de 1959, a los 17 años, grabó, en la Radio de
Berlín, su versión de la Balada en sol menor. Sólo el fraseo de la
primera línea melódica establece su diferencia con todos los restantes
pianistas. No toca ese primer la como si fuera un gong, anunciándose.
Y llega al final (a ese re que se toca dos veces) quitándole el
aliento a quien la escucha. Es tan sutil, es tan delicada la pulsación
del primer re que uno cree (es más: está seguro y teme) que el segundo
no suene. Porque no queda espacio sonoro para hacerlo sonar. Y no:
Argerich llega al segundo re y lo entrega como el susurro de una frase
que se extingue, como un aliento postrero y fatigado, que no muere, que
sólo suspira, exhala desvaídamente, pero persiste en vivir. No habrá
ninguna igual. Cuando ganó el Concurso Chopin en Varsovia (en 1965) le
cantaron el Slata Lat (Que vivas 100 años). Sólo a Rubinstenin se lo
habían cantado antes. Pero dicen los que conocen los misterios de la
vida y de la música que cuando se lo cantaron a Argerich entre el
público y cantando con toda su voz, y con desmedida alegría, estaba
Chopin disfrazado de John Lennon. No me animaría a desmentirlos.
por
José Pablo Feinman
(publicado en Diario Página 12, el 04/04/2010)
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Sobre la Balada en sol menor Aún no calificada Muy lindo el artículo de Feinmann, a quien aprecio mucho. Creo que, en realidad, las Baladas sí están inspiradas en poemas, y de hecho son música con cierto …
Maravilloso Aún no calificada Maravilloso, uno de los compositores que más se arraigan con uñas y dientes en mi corazón y cabeza. Chopin, uno de mis primeros amores. Excelente artículo, …
Excelente articulo Aún no calificada Excelente artículo, en especial el siguiente fragmento:
"bien podría decir que haberlas escuchado y estudiado ... acaso sea suficiente para decir que … Click here to write your own. Clic aquí para escribir el tuyo.
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